El papel del esfuerzo en el proceso educativo
Existe en la educación de carácter y la personalidad un aspecto que tiene mucho que ver con el logro del autodominio. Se trata del hábito del esfuerzo. Es un hecho de experiencia que ni todo lo que nos agrada es bueno ni lo bueno es siempre apetecible, pues a menudo resulta costoso y es necesario pugnar frente a las dificultades.
El esfuerzo –esa determinación de la voluntad con la que se afrontan situaciones costosas- puede no ser una virtud como tal, pero sí es un ingrediente de toda virtud genuina. La generosidad, el respeto, la paciencia, la resistencia a la frustración, la responsabilidad, el esmero en el trabajo, la constancia, la compasión… toda virtud, en fin, se adquiere por reiteración de actos a impulsos de una voluntad persistente.
Al principio supone autoexigencia, insistencia, afán de superación… pero en cuanto el hábito empieza a consolidarse la actividad resulta más fácil, produce alegría y con ella un plus de motivación que es fuente de una experiencia educativa valiosísima: la satisfacción del deber cumplido, el gozo de superarse y haber sido capaz de conseguir las metas planteadas y la consiguiente autoconfianza. La alegría interior que sigue a la coronación exitosa de un esfuerzo es una fuente extraordinaria de motivación y nos hace conocer una forma de alegría muy superior al placer sensible inmediato.
Por este motivo no hay que evitar esfuerzos a los niños y jóvenes; tienen que aprender a resolver los problemas que son capaces de resolver, contando con el apoyo emocional de sus padres y maestros, pero aprendiendo a ser los protagonistas. En general se trata de no dárselo todo hecho, de que aprendan a conseguir metas algo difíciles por medio de su esfuerzo y responsabilidad. La prudencia ha de acompañar esta práctica de la exigencia.
El comportamiento moral positivo implica escuchar la voz del deber; la cual orienta la voluntad hacia el bien pero suele ser austera, exigente y frustra algunos de nuestros deseos más primarios. A partir de los quince meses los niños necesitan saber que a menudo hay que hacer cosas poco agradables para conseguir una meta valiosa y más satisfactoria a la larga. Para ello es necesaria una adecuada disciplina: cuidar el orden, establecimiento de límites, fomentar el gusto por el trabajo bien hecho, propiciar el autocontrol aprendiendo a dominar caprichos y a sobrellevar con buen ánimo estados y situaciones de frustración. Importa mucho aquí valorar su esfuerzo tanto, al menos, como el resultado final.
Es muy importante enseñar a aplazar la recompensa, como confirma el famoso experimento en 1960 del Dr. Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, conocido como Test del Malvavisco (The Marshmallow Test).
Pero no es cuestión tampoco de “obrar sólo por amor al deber”, como decía Kant (eso sería caer en el voluntarismo y el rigorismo, que son degeneraciones de la voluntad); sino en obrar por amor al bien y a las personas, para lo cual el deber, eso sí, es una gran ayuda.
No hay que olvidar tampoco una evidencia pedagógica y moral: las consecuencias en nuestra naturaleza del pecado original. Preferimos lo fácil y cómodo a lo bueno y tendemos a anteponer nuestro egoísmo a la generosidad y a la justicia. Ello acentúa el valor educativo del esfuerzo, además, claro está, de hacer necesaria también la ayuda sobrenatural de la gracia.
Andrés Jiménez Abad
Publicado en Revista Diocesana La Verdad nº 4270, 28 de enero de 2022